Será otra cosa: Palomas rebeldes

 

 

Especial para En Rojo

El paisaje, con los objetos, criaturas y eventos que define y lo definen, le da forma a nuestra memoria. Y nuestras memorias, a su vez, por más escurridizas o sospechosas que sean, son la materia prima con la que forjamos nuestra identidad. Esa conexión se vuelve particularmente significativa para los seres y pueblos que, por una u otra razón, se vuelven errantes: las maniobras de nuestro pensamiento para preservar el “soy” implican el acto repetitivo de recordar espacios particulares en el lugar de origen, y lo que estos contienen.

Cuando nos mudamos a Estados Unidos, nuestro hijo menor tenía solo cuatro años. Su corta edad tiene que ver con los espacios en Puerto Rico que lo forjan y que tratamos de incluir, como rituales,  en el calendario de cada visita a nuestras islas : el mangle del suroeste Caribeño, una sandwichera favorita, el Parque de las Palomas en el Viejo San Juan.

Era lunes cuando llegamos a las puertas del parque durante nuestro viaje más reciente, y nos encontramos con una vista desconcertante: los portones del parque propiamente dicho estaban cerrados con una gruesa cadena y un candado. Frente a ellos se arremolinaban más de cincuenta personas de todas las edades, pero especialmente niños, en su mayoría con las mascarillas que marcan estos tiempos pandémicos nuestros, algunos tomando videos o fotografías. Sus conversaciones y apariencia sugerían que se trataba de puertorriqueños haciendo turismo interno o tal vez, como nosotros, visitando la isla cuyos paisajes son el núcleo de nuestro “yo soy” colectivo. Se arremolinaban también las criaturas que le dan nombre y sentido a ese espacio, las palomas de domesticación incierta y apetito voraz que visité de niña y que por algún motivo (así es la nostalgia, esa sustancia que también es parte del “yo soy” en ese estado del ser complejo que algunos llaman diáspora) son parte de nuestra cultura familiar. Muchos de los niños llevaban en sus manos bolsitas idénticas del tan familiar maíz que los vendedores ambulantes solían ofrecer frente al parque. Había risas y chillidos.

 

Tanto los visitantes como las palomas, en fin, estaban ignorando alegremente la frontera cerrada entre calle y portón que las cadenas y el candado pretendían establecer, y la calle misma se había convertido en una extensión del parque.

De repente, aparecieron dos personas dentro del parque, un hombre y una mujer, ella llaves en mano, y entre los dos entreabrieron el portón solo lo suficiente para salir a la calle, cerrándolo de nuevo tras de sí. La mujer comenzó a hablar con pequeños grupos de personas. La veía gesticular, pero no lograba escucharla, así que seguí pendiente del teléfono, pero pronto la tuve frente a mí. Mientras yo lanzaba un tuit al mundo preguntando sobre el cierre, ella le hablaba a tres o cuatro niñas que estaban paradas cerca, alimentando palomas. “Cerrado los lunes”, alcancé a escuchar. “Transmiten enfermedades”. “Ese alimento no es bueno para ellas”. “Regresen mañana”. Esto último lo dijo buscando mi mirada, en un volumen bastante más alto de lo necesario, y con una expresión que me pareció exasperada.

–¿Perdone, me habla a mí?–, le pregunté.

–Sí. Le estoy explicando a tus niños que el parque está cerrado y no pueden estar dándole comida a las palomas aquí y están ensuciando la calle y….

–Bueno, pero estos niños no andan conmigo, le sugiero que les pregunte dónde están los adultos a cargo y les hable a ellos.

Se quedó cerca de allí, hablándole a otro grupo, y se me ocurrió que tal vez yo había sido algo brusca, que el tuit había sido relativamente amable pero impulsivo, y que además, secretamente me interesaba escuchar el contenido del regaño en mayor detalle. La escena, pensé, no era solo un asunto de horarios y una inconveniencia para nosotros. Había algo más. Así que me acerqué, y el diálogo subsiguiente fue más o menos así, según mi mejor recuerdo: Disculpe, dije, no le pregunté cuál era el problema, en realidad sí me interesa escuchar porqué está cerrado el parque, pero por favor, no alce la voz, vamos a “bajarle dos”. Pues mira, contestó, tan aferrada a la decisión de tutearme como yo a la de no hacerlo, esto es una ordenanza municipal, el parque está cerrado los lunes, y la gente dándole comida a las palomas aquí está violando la ley y ensuciando la calle, creándole un problema a los negocios, las palomas transmiten enfermedades, el alimento que les están dando no es balanceado ni bueno para ellas, hay que darle un alimento especial, yo tengo un negocio adentro, el Café del Niño, regresen mañana, tiene una vista muy bonita y pueden alimentar y jugar con las palomas en el área designada….

“Veo que te preocupa el COVID” dijo durante una pausa, señalando mi mascarilla (ella no llevaba una). “Si de verdad te preocupa el COVID, deberían preocuparte también las enfermedades que transmiten las palomas.”

Asentí en silencio, saqué mi libretita, anoté la cita. Me presenté con mi nombre completo, ella me dio su apodo. No le dije que si bien el excremento de paloma, en efecto, como el de muchas otras aves, puede transmitir varias enfermedades, la mortalidad de las mismas palidece ante los números del COVID. No le dije que mi máscara me protegía no solamente del COVID sino de algunas de las enfermedades que ella mencionaba. Tampoco me metí con la contradicción que planteaba al usar las palomas como el atractivo inherente de su negocio a la vez que insistía en describirlas como un problema de salud. Acepté que el tema de la convivencia entre humanos y especies que, sin ser domésticas, viven en espacios urbanizados, está lleno de peligros y contradicciones. Pero sí le pregunté cómo funcionaba el manejo del parque, y entre una cosa y otra, el cuadro que emergió fue el siguiente: ella era ahora la persona encargada de la administración y mantenimiento del parque, y además tenía permiso para operar y generar ingresos de dos negocios dentro del mismo, permiso obtenido a través de un “RFP”. Eso del RFP (solicitud de propuestas) lo repitió con bastante frecuencia. En uno de esos negocios, vendía, además de souvenirs, el único alimento de palomas autorizado para uso dentro de los predios (que a su vez es, averigüé luego, el único espacio autorizado por el municipio para alimentar palomas). Creo que ésta no era su primera vez tratando de pastorear gente empeñada en janguear con palomas los lunes, porque murmurando algo acerca de cómo a veces la gente se iba si ella “pegaba manguera” se alejó un momento, y regresó, en efecto, con una manguera. Mi suegra, que estaba conmigo y no puede permitirse el lujo de una caída, se alejó rápidamente “Uy, ahí se va a resbalar la gente, me voy a la acera, no quiero caerme” y en efecto, bastaron cinco segundos de manguerazos sobre los adoquines para que un niño, de unos ocho años, se resbalara a unos cuatro pies de distancia de la mujer, y cayera al suelo con bastante estrépito. Algunas personas se acercaron, a ver si el nene estaba bien. No así la administradora, quien siguió pasando la manguera como si nada, con lo que me pareció una leve sonrisa.

Empeñada en tratar de escuchar y entender sin prejuicios, le pregunté a mi esposo. ¿Está sonriendo? Sí, me contestó. Mi suegra, igual.

Parece que el golpe del niño no fue serio, y que la estrategia de pasar manguera sirve, en efecto, para dispersar multitudes empeñadas en alimentar palomas. Mientras tanto, la cuenta oficial de la Ciudad de San Juan había contestado mi tuit diciendo que los lunes cerraban por mantenimiento, y que me invitaban a visitar entre martes y domingo. Les contesté dando las gracias y aprovechando para preguntar si la administración del parque había pasado a manos privadas. No obtuve respuesta.

Pero al final del día, esa es la verdadera pregunta. Por soberbia o incómoda que nos pareciera su actitud, y más allá del hecho de que no parecía preocuparse particularmente por la caída de uno de los mismos niños cuyo negocio pretende atender, el asunto no es el personaje individual de la administradora, sino la privatización del patrimonio público. ¿Está el municipio privatizando espacios que son parte del patrimonio cultural? Y si es así, ¿cuáles son los procesos, políticas públicas, entendidos culturales e implicaciones económicas y sociales que acompañan ese traspaso?

Al pie del letrero con las nuevas reglas del parque había una dirección de correo electrónico: empresas municipales. El nombre me remite a la página del municipio, que en efecto, en su sección dedicada al turismo, describe la estrategia de arrendar espacios de atractivo turístico.

Buscando en los periódicos, encuentro un parte de prensa donde Miguel Romero, el alcalde, anuncia el nuevo horario en mayo del 2022, y añade que el quiosco Café del Niño dentro del parque sería arrendado tras un proceso de solicitud de propuestas (RFP). Paso entonces un buen rato cepillando la sección de avisos de RFP’s del municipio, pero no encuentro ese. Tal vez porque no lo hubo, tal vez porque no lo subieron, tal vez porque sencillamente no lo ví.  Sí encuentro un proyecto de ordenanza de la legislatura municipal que recomienda iniciar el proceso de solicitud de propuestas para arrendar las estructuras del parque, y otro en donde directamente recomiendan que se le conceda el permiso, sin subasta pública, a la persona que habló conmigo, quien según el documento llevaba varios años sometiendo propuestas para el uso del parque.

Me quedo sin saber si la contratista tiene control legal sobre los dos quioscos o el parque completo, si hubo subasta o no la hubo, quién le paga al ortopeda si el nene del manguerazo se cae y se rompe una pierna, qué pasa con los empleados de limpieza del municipio que van perdiendo las tareas que le estaban asignadas, qué opciones de “desarrollo económico” tienen los señores y las señoras que solían vendernos el maíz, de qué experto en aves proviene la declaración de que hay un solo alimento apropiado para alimentar las palomas y si este lo vende exclusivamente la persona que arrienda “las estructuras”, y si el arrendamiento de “las estructuras” incluye el poder para sacar gente de la calle a regaño (o manguerazo) limpio.

Pero todo eso no es demasiado importante, sea mentira o sea simplemente nébula, esa nébula a la que ya nos hemos acostumbrado y que sería agotador tratar de iluminar, de tan densa y omnipresente que es. Sí vale rebelarse contra ese “sentido común” por tantos compartido, de que lo público es mejor si lo compra, alquila o maneja el sector privado, de que en la privatización está la salvación.

 

 

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