Será Otra Cosa:Deadline

Arte cortesia Maria Antonia Ordoñez

 

«Hoy es siempre todavía, toda la vida es ahora.» A. Machado

Subir, subir en la pantalla, o más bien bajar: los dedos son los que suben, se adelantan. Los ojos recorren, buscan, buscan a alguien, algo. Algo falta fuera, en el mundo de las cosas que se rompen, cosas que suenan al caer al suelo o cuando se deslizan sobre la superficie de una mesa, cosas que huelen como no huelen estas luces que hipnotizan. Subir, subir en este pequeño cuadro o rectángulo, enfrentar la luz que me ciega y oculta lo que está atrás, a oscuras: quién sabe si alguna criatura de las que antes vivían en mi cabeza. Afuera ladra un perro, afuera, bien lejos, allá abajo, al pie de la pared por la que ha subido mi cuerpo hasta esta silla en la que sostengo la otra superficie por la que corren mis dedos hacia abajo, abajo, mientras el deseo de encontrar a quien me busca, sube, sube, sube.

Estoy tarde otra vez. Yo arrastro el mundo en la pantalla como un peso, pero lo demás se eleva en números e imágenes, veloces, sobre el velo de cristal. Suceden tantas cosas, se avanza tan poco. A veces cae alguno con un cuerpo: un muchacho perseguido por la policía, un satisfecho intelectual toma un pote de pastillas, a un roquero enamorado y a una anciana reina se les detiene el corazón. Las historias se acumulan, se suceden en hileras, y la gente se indigna, se conmueve, se complace o se hieren mutuamente: puño arriba, puño abajo, muchas letras. Es mucho y demasiado. En el mundo de las cosas, a mitad de esa semana, en la Facultad, he pasado de largo ante un recuerdo, como desconocer un rostro amado en la muchedumbre, así de inusitado, como si también allí bajara y bajara. Es solo una impresión, un estremecimiento. No sé quién es, ni qué procura, hasta a la noche, que encuentro una imagen en la pantalla y lo reconozco: era un muerto más de otro septiembre, un muerto mío. Me descubro lúgubre e inquieta. No había visto el calendario, el de papel. Las tareas se acumulan, también las distracciones. Subo y subo, pero no avanzo. Hay mucho que hacer. No tengo tiempo. Soy una más a este lado del espejo. Escucho tronar, cae un aguacero, pronto se irá la luz. Presiento que hay más gente como yo así, atrapada. Ya no veo nada, pero el ruido continúa en mi cabeza.

Al otro día, fiel a su costumbre, la gata me despierta sentándose en mi pecho y colocándome su garra suave en la garganta. Siento sus uñas sobre la piel, debajo late una vena, supongo que va llena de sangre. Abro los ojos y la encuentro en pleno dominio de su presa, sus pupilas verdes clavadas en mí. La realidad reverbera detrás de la cortina, lo adivino. Voy tratando de avanzar a través de la mañana. La gata me persigue por las habitaciones. Ahora vamos al café, pongamos una tanda a lavar, preparemos la lección de la semana, almorcemos. Me siento a escribir lo prometido para el lunes con la pequeña fiera a mis pies, la cazadora se asegura de que no escape nuevamente. Confía más que yo en que eventualmente cumpliré el plazo.

Horas después he abierto la puerta y en el horizonte la banda azul es luminosa, pero hoy no se puede ir al mar. Todos los caminos están tomados por prohibiciones de paso. Hoy filman, hoy corren, hoy celebran. Me quedo en casa. La estampa durará poco, porque el viento del este traerá tronadas y aguaceros, y apagones. En efecto, ya empiezan a sentirse los goterones lanzados con furia sobre el cristal de la ventana. Es la rabia de los elementos, o acaso su clemencia: agua, fresco, signo, melancolía, más agua, una memoria: una tarde descalzas mi hermana y yo, sentadas en la acera frente a la casa de tití bajo la lluvia, la corriente calle abajo es una serpiente de cristal que muerde los pies pequeños, chillidos, alegría, libertad, más agua. Luego, aquí, el día sigue diluido hasta la noche. He prometido seguir, y sigo. Regreso al teclado.

Creo que escribo, escribo, escribo hasta que escampa, pero me engaño: ya estoy dormida, alguien escribe por mí, y escribe esto.

*  *  *

Todo se derrumba, amiga. Eso parece. Todo va cayendo sobre ti, vas cayendo tú misma, la idea misma de ti misma, y no hay nadie para sostenerte porque los amarres son tan leves, leves algunos de tan suaves, no distantes, aunque también, sí, también se sienten frágiles, como extendidos hilos, pero hilos al fin, que apenas pueden sostener algo, son fuertes, lo sé, pero son hilos. Lo son: delicados, son hilos con haches mudas, con una i, después de todo, una i que los inicia y los eleva al cielo de la boca y los despide, sssh; susurra como levantándolos al cielo y disipándolos. Ahí están los demás, ellos también con la lengua en el cielo, explotando hacia fuera, violento el momento y de momento el aire, los otros, lo otro que no somos nosotros: números y luces, despedidos.

Y acá quedo yo. O eso que pienso soy yo misma. Acá me levanto imaginándome, desde la cama me levanto o creo que lo hago y me sostengo, y hago cosas, o las recuerdo, porque no he ido a ningún lado. Ya he dicho que duermo y otra escribe esto. Sólo invento que podría, y esa í resuena como si estuviera aupada hacia algún sitio. Dibujo un mundo pequeño, una silueta familiar, y me lo creo, parece que me muevo por ahí con la misma í de aquellos hilos. Otra gente aparece y se aleja, protagoniza, sufre, clama, interpreta, y huye de tanta cosa tremenda. Todo esto sucedía con ella quieta, y no veía que aquí, después, ella también desvanecía al apagar la máquina.

*  *  *

Ya deben ser casi las siete porque se escucha el mundo despierto. La gata ha llegado hasta mi pecho. Se acomoda, extiende la patita gris hasta tocar la vena, que ya conoce, aún late. Inclina su cabeza sobre mi hombro como una recién nacida. Entreabro los ojos. Encuentro la mirada verde de mi compañera inaugurando otra mañana. Todavía no he mirado la pantalla, pero seguramente habré cumplido el plazo. Gata, mira, qué maravilloso el mundo de las cosas: hoy es siempre todavía, otra vez.

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