Será Otra Cosa: La señora de la ventanilla

Especial para En Rojo

En la ventana del avión aparece una fila de nubes pequeñas y redondas que, muy disciplinadas, mantienen la distancia reglamentaria. Recuerdo la fila de los desesperados viajeros madrugadores esta mañana: mucho turista, grupos de familias con nenes chiquitos, inexplicables viajeros de martes.

También yo hacía un viaje raro: dos escalas, cuatro días, a una ciudad desconocida. Viajaba en un asiento con ventanilla, más pendiente de lo que ocurría fuera que de las doscientas personas enmascaradas que iban conmigo. Todavía hay mucho contagio e incertidumbre, pero hacía buen tiempo y la decisión estaba hecha. Voy apuntado lo que veo a la ida y a la vuelta, porque en esta mirada hay una historia y esa es la única manera de contarla.

I

Hace un rato, al poco tiempo de salir de San Juan, pasamos sobre otra isla muy verde, varias hileras de montañas pequeñas que parecían espuma terminaban en una enorme grieta coronada de neblina que daba paso a montañas más altas. De vez en cuando aparecía una carretera larga y sinuosa, montones de casitas, a veces organizadas, a veces regadas como si hubieran caído de un salero. Luego fuimos sobre una parte más llana; a lo lejos se veía algo que debía ser una ciudad, por sus dimensiones, y grandes extensiones sin construir a lo largo de la costa.

Ahora todo es mar y nubes. Las nubes están sobre el agua, y sobre el agua se adivinan pequeños chapoteos de espuma, como si tuvieran que ver algo con lo que pasa un poco más arriba.

***

Después de cambiar de aviones, voy de camino a Ciudad México en un asiento de pasillo. El joven narizón que está sentado junto a la ventanilla, se persigna cuando el avión despega y me confiesa que es su primera vez, aunque no le he preguntado. Ha salido de Colombia esta mañana rumbo a Ciudad México vía Panamá y manosea nervioso sus documentos de viaje. Está emocionado y a mí me enternece su emoción. Ahora es él quien mira desde arriba, vuelve a persignarse y besar un medallón que lleva en el pecho. No alcanzo a ver lo que él mira, pero lo imagino.

II

Han pasado cuatro días y voy de regreso, sentada en ventanilla. Al salir de Ciudad México, se veían unas grietas verdosas que salían de un enorme centro también verde, como si una selva líquida hubiese sido lanzada desde el cielo y se hubiera desparramado al caer. Algo suficientemente espeso se derramaba en canales anchos hasta perderse cada vez más lejos del centro de la explosión.

Poco más tarde, el niño detrás mío se entusiasma y dice: mira mamá, islas. Las miro y pienso que para ese niño una isla es lugar de fantasías, y la verdad es que, desde aquí, se ven misteriosas y solitarias. El agua brilla alrededor. Parece un cielo con nubes negras.

Hace un rato volábamos sobre volcanes y minas de cielo abierto. Al menos reconocí una, las otras no sé lo que eran, pero eran como cráteres oscuros, perfectamente circulares. ¿Volcanes? Casi no hay casas en esas regiones y a lo lejos se ven columnas de humo blanco.

Dice aquí en el mapa de la pantalla que vamos sobre Managua. Estamos cruzando el cinturón del hemisferio por la parte de la tierra, paralelo a nuestro mar, sobrevolamos varios países que nunca he visitado. Los veo desde acá arriba, bajo las nubes, y parecen, quien lo dijera, armoniosos y contenidos, como puestos allí, así como están, por alguna fuerte razón.

Y de momento: agua. Bajo la superficie, se levanta otra cadena de montañas del lecho submarino.

Ahora sí vamos sobre el mar, tan aparentemente homogéneo y monótono. La tierra tenía muchos accidentes: fosas, huecos, quiebres, grietas. El mar, por lo visto, también.

Acabo de ver un aguacero desde arriba. El sol de la tarde lo estaba atravesando. Desde el aire, era una nubecita con muchos flecos grises. Era una nube distinta a las demás, y parecía alegre.

Vamos al verde otra vez. Las nubes se levantan y llega más verde. Que llueva, que llueva, la virgen de la cueva. ¿La vieja está en la cueva? ¿Cómo era? Escucho al niño que dice: Mamá, mira las nubes. La madre no contesta. El niño y yo volamos juntos.

Al llegar a Panamá, el avión recupera su sombra, y ruge.

***

En otro avión espero el despegue del último tramo aéreo para llegar a San Juan. Atardece, así que no veré mucho por el camino, que además es casi todo sobre el mar. Despegamos. El vuelo, por lo visto, será oscuro y corto.

III

¿Qué es esa cosa roja? ¿Un faro? Parece un globo que flota, pero es más bien alargado. ¿Una parte del avión? Hace un rato no se veía desde aquí mas que el motor. Se redondea la luz poco a poco, me fijo un poco más, y, al rato, la reconozco: es la luna de siempre, pero encendida. Para allá vamos. Nos acercamos y se va poniendo pálida a medida que sube todavía más arriba de nosotros. A mi derecha, hacia atrás, si cubro con mis manos la poca luz de la cabina, puedo ver el cielo estrellado.

Ahora sí, la luna está en lo alto afuera y adentro la cabina está muy oscura, y no quiero encender la luz, lo que escribo se tuerce sobre la página. Me asomo nuevamente y la luna en lo alto ya ilumina sobre las nubes; aparece una blanda geografía: celeste encarnación del continente que he dejado atrás. Aquí no hay habitantes. Tampoco miedo.

Pensé que aquello era la isla misteriosa del inicio del viaje, la isla vecina, pero no, eran más nubes. Acá arriba, la luna ilumina otro suelo.

IV

«¿Este espectáculo es todo para mí?», se dice la señora que mira y escribe.

Imagino que desde el otro lado, desde afuera, deben verse muchas ventanitas, pero en una sola hay una señora asomada.

La luna sigue subiendo, y escapa. No la ve. El suelo-cielo está cada vez más lejos.

La muerte, sin embargo, piensa ella, está cada vez más cerca. ¿Pero no fue así también desde el principio? No, por supuesto, ahora sabe que desde allá lejos, en el origen, la muerte era solo un puntito. No importa. Hoy mira desde arriba el mundo.

El reflejo de su cabeza en el cristal es la cabeza gris de alguien que piensa.

***

Estamos aterrizando. Cerca del suelo, contra toda lógica, en el momento de más riesgo, me siento segura porque veo las cosas de cerca. Están ahí, a la mano, como el momento.

Acabo de ver mi casa desde el avión. El avión toca tierra y la maravilla cesa. Ahora me toca regresar, a mí y a la señora de la ventanilla.

 

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